miércoles, 5 de marzo de 2014

Consideración sobre la oración (I).


Pétite et dábitur vobis..., omnis enim qui petit, áccipit.
Pedid y se os dará..., porque to­do aquel que pide recibe
Lc,  11, 9-10.

No sólo en éstos, sino en otros muchos lu­gares del Antiguo y Nuevo Testamento pro­mete Dios oír a los que se encomiendan a Él: «Clama a Mí, y te oiré (Jer., 33, 3). —Invóca­me..., y te libraré (Sal. 49, 15). —Si algo pidie­reis en mi nombre, Yo lo haré (Jn., 14, 14). —Pediréis lo que quisiereis, y se os otorgará» (Jn., 15, 7). Y otros varios textos semejan­tes. La oración es una, dice Teodoreto; y, sin embargo, puede alcanzarnos todas las cosas; pues, como afirma San Bernardo[1], el Señor nos da, o lo que pedimos en la oración, u otra gracia para nosotros más conveniente. Por esa razón, el Profeta (Sal. 85, 5) nos mueve a que oremos, asegurándonos que el Señor es todo misericordia para cuantos le invocan y acuden a Él. Y todavía con más eficacia nos exhorta el Apóstol Santiago[2], diciéndonos que cuando rogamos a Dios nos concede más de lo que pedimos, sin repro­charnos las ofensas que le hemos hecho. No parece sino que, al oír nuestra oración, ol­vida nuestras culpas.
San Juan Clímaco dice que la oración hace, en cierto modo, violencia a Dios, y le tuerza a que nos conceda lo que le pidamos. Fuer­za —escribe Tertuliano— que es muy grata al Señor y que la desea de nosotros, pues, como dice San Agustín, mayores deseos tiene Dios de darnos bienes que nosotros de recibirlos, porque Dios, por su naturaleza, es la Bon­dad infinita, según observa San León, y se complace siempre en comunicarnos sus bienes. Dice Santa María Magdalena de Pazzis que Dios queda, en cierto modo, obligado con el alma que le ruega, porque ella misma ofre­ce así ocasión de que el Señor satisfaga su deseo de dispensarnos gracias y favores. Y David decía (Sal. 55, 10) que esta bondad del Señor, al oírnos y complacernos cuando le dirigimos nuestras súplicas, le demostraba que El era el verdadero Dios. Sin razón se que­jan algunos de que no hallan propicio a Dios —advierte San Bernardo—; pero con mayor motivo se lamenta el Señor de que muchos le ofenden dejando de acudir a Él para pedirle gracias. Por eso nuestro Redentor dijo a sus discípulos (Jn., 16, 24): —Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre. Pedid y recibiréis para que vuestro gozo sea comple­to; o sea: «No os quejéis de Mí si no sois ple­namente felices; quejaos de vosotros mismos, que no me habéis pedido las gracias que os tengo preparadas. Pedid, pues, y quedaréis contentos.»
Los antiguos monjes afirmaban que no hay ejercicio más provechoso para alcanzar la salvación que la oración continua, diciendo: auxiliadme, Señor. Deus in adjutórtum meum intende. Y el venerable P. Séñeri refiere de sí mismo que solía en sus meditaciones con­ceder largo espacio a los piadosos afectos; pero que después, persuadido de la gran efi­cacia de la oración, procuraba emplear en las súplicas la mayor parte del tiempo... Haga­mos siempre lo mismo, porque nuestro Señor nos ama en extremo, desea mucho nuestra salvación y se muestra solícito en oír lo que le pedimos. Los príncipes del mundo a pocos dan audiencia, dice San Juan Crisóstomo[3]; pero Dios la concede a todo el que la pide.

Afectos y súplicas

Os adoro, Eterno Dios, y os doy gracias por todos los beneficios que me habéis concedi­do, creándome, redimiéndome por medio de mi Señor Jesucristo, haciéndome hijo de su santa Iglesia, esperándome cuando me halla­ba en pecado y perdonándome tantas veces... ¡Ah, Dios mío!, no os hubiera ofendido si en las tentaciones hubiese acudido a Vos... Gracias también os doy porque me habéis en­señado que toda mi felicidad se funda en la oración, en pediros los dones que necesito. Yo os pido, pues, en nombre de Jesucristo, que me deis gran dolor de mis culpas, la per­severancia en vuestra gracia, buena y piado­sa muerte y la gloria eterna, y, sobre todo, el sumo don de vuestro amor y la perfecta con­formidad con vuestra voluntad santísima. Harto sé que no lo merezco, pero lo ofrecis­teis a quien lo pidiere en nombre de Cristo, y yo, por los merecimientos de Jesucristo, lo pido y espero... ¡Oh María!, vuestras súpli­cas alcanzan cuanto piden. Orad por mí.


San Alfonso María de Ligorio, “Preparación para la muerte”, Ed. Apostolado de la Prensa, S. A., Madrid, 1944.



[1] Serm. 5, in Per. Cirner.
[2] Epist.  1, 5.
[3] Lib. 2 de orat. ad Deum.