viernes, 14 de junio de 2013

Estar en guardia ante los herejes.


24. Pero volvamos a la exhortación del Apóstol: «¡Oh Timoteo! guarda el depósito, evitando las novedades profanas en las expresiones». Evítalos, le dice, como se hace con una víbora, con un escorpión, con un basilisco, para que no solamente el contacto, pero ni siquiera su vista y su aliento te hieran.

Ahora bien: ¿qué significa evitar? “Con gente así no debéis ni tomar bocado” (Cfr. I Corintios, 5, 11). Y también: “Si viene alguno a vosotros, y no trae esta doctrina-¿y qué doctrina, sino la católica universal, que permanece siendo única e idéntica a través de los siglos, en una incorrupta tradición de verdad, y que permanecerá así siempre?- no le recibáis en casa, ni le saludéis. Porque quien le saluda participa en sus acciones perversas” (cfr. II San Juan, 10-11).

El Apóstol nos hablaba de novedades profanas en las expresiones. Ahora bien, profano es lo que no tiene nada de sagrado ni religioso, y es totalmente extraño al santuario de la Iglesia, templo de Dios. Las novedades profanas en las expresiones son, pues, las novedades concernientes a los dogmas, cosas y opiniones en contraste con la tradición y la antigüedad; su aceptación implicaría necesariamente la violación poco menos que total de la fe de los Santos Padres. Llevaría necesariamente a decir que todos los fieles de todos los tiempos, todos los santos, los castos, los continentes, las vírgenes, todos los clérigos, los levitas y los obispos, los millares de confesores, los ejércitos de mártires, un número tan grande de ciudades y de pueblos, de islas y provincias, de reyes, de gentes, de reinos y de naciones, en una palabra, el mundo entero incorporado a Cristo
Cabeza mediante la fe católica, durante un gran número de siglos ha ignorado, errado, blasfemado, sin saber lo que debía creer. Evita, pues, las novedades profanas en las expresiones, ya que recibirlas y seguirlas no fue
nunca costumbre de los católicos, y sí de los herejes.

En realidad, ¿qué herejía no ha surgido bajo un nombre en un lugar y en una época determinadas? ¿Quién jamás ha fundado una herejía sin separarse antes del acuerdo con la universalidad y la antigüedad de la Iglesia Católica?

 Los ejemplos nos muestran esto de manera evidentísima. En efecto, ¿quién nunca, antes del impío Pelagio, tuvo la presunción de atribuir al libre albedrío el poder tan grande de pensar que el auxilio de la gracia no es necesario para cada uno de los actos, para llevar a cabo las buenas obras? ¿Quién, antes de su monstruoso discípulo Celestio, negó que todo el género humano está contaminado por el pecado de Adán?

Antes del sacrílego Arrio, ¿quién tuvo la audacia de rasgar la unidad de la Trinidad o de confundirla, como el pérfido Sabelio? Antes del rigidísimo Novaciano, ¿quién había dicho que Dios era cruel, porque prefería la muerte del agonizante a que se convirtiese y viviese?

¿Quién, antes de Simón Mago, duramente castigado por la reprimenda apostólica (Cfr. Hechos, 8, 9-24) y de quien proviene la antigua riada de torpezas que, por sucesión ininterrumpida y oculta, ha llegado hasta Prisciliano, se atrevió a decir que el Dios creador es el autor del mal, es decir, de nuestros delitos, de nuestras impiedades, de nuestros vicios? Este afirma que Dios, con sus propias manos crea la naturaleza humana estructurada de manera que, por movimiento espontáneo y bajo el impulso de una voluntad necesitada, no puede más, no quiere más que pecar. Agitada e incendiada por las furias  de todos los vicios, se ve arrastrada con ansia inagotable a los abismos de toda suerte de crímenes.

Ejemplos como éstos los hay para nunca acabar, pero dejémoslos en aras de ser breves. Demuestran a todos con evidencia que la actitud normal y ordinaria de cualquier herejía es gozarse en las novedades profanas y sentir hastío ante los dogmas de la antigüedad, hasta el punto de naufragar en la fe a causa de las discusiones de una falsa ciencia.

En cambio, es propio de los católicos custodiar el depósito transmitido por los Santos Padres, condenar las novedades profanas y, como muchas veces repitió el Apóstol, descargar el anatema sobre quien tiene la audacia de anunciar algo diverso de lo que ha sido recibido.


Los herejes recurren a la Escritura.

25. Mas alguien se dirá: ¿es que quizá los herejes no se sirven de los testimonios de la Sagrada Escritura?

Ciertamente que se sirven ¡Y con cuánta apasionada vehemencia! Se les ve pasar de un libro a otro de la Ley Santa: desde Moisés a los libros de los Reyes, desde los Salmos a los Apóstoles, desde los Evangelios a los Profetas. En sus asambleas, con los extraños, en privado, en público, en los discursos y en los escritos, durante las comidas y en las plazas públicas, es raro que mantengan alguna cosa si antes no la han revestido con la autoridad de la Sagrada Escritura.

Basta con leer las obras de Pablo de Samosata, de Prisciliano, de Eunomio, de Joviniano y de todas las otras pestes; inmediatamente se nota el cúmulo infinito de textos bíblicos: casi no hay página que no esté coloreada y acicalada con citas del Antiguo y del Nuevo Testamento. Mas es tanto más necesario estar en guardia y temerles cuando más buscan ocultarse y esconderse bajo la sombra de la Ley Divina.

Efectivamente, saben que sus exhalaciones pestilentes, desnudas y directas, no encontrarían el favor de nadie; por eso las perfuman con el aroma de la palabra celestial, ya que quien fácilmente rechazaría un error humano no está dispuesto a despreciar con tanta facilidad los oráculos divinos.

Hacen lo que aquellos que, para suavizar la amargura de las medicinas destinadas a los niños, untan de miel el borde del vaso; los niños con la ingenua sencillez de su edad, una vez que han probado el dulce, se tragan sin sospecha ni temor también lo amargo.

De la misma manera actúan quienes enmascaran con nombres medicinales hierbas nocivas y jugos venenosos, para que nadie, al leer la etiqueta, pueda sospechar que se trata de venenos y que no son remedios para dar salud.

A este propósito el Salvador gritaba: “Guardaos de los falsos profetas que vienen a vosotros disfrazados con pieles de ovejas, pero por dentro son lobos feroces”(San mateo, 7, 15).

¿Qué otra cosa son esas pieles de ovejas sino las palabras de los Profetas y de los Apóstoles, con las cuales estos mismos, con mansa sencillez, han revestido como un velo al Cordero inmaculado que quita el pecado del mundo?

¿Quiénes son, en cambio los lobos voraces, sino las doctrinas salvajes y rabiosas de los herejes, que infectan el redil de la Iglesia, para desgarrar, de la mejor manera posible, el rebaño de Cristo?

Para sorprender más fácilmente a las incautas ovejas, enmascaran su aspecto de lobos, aunque conservando su ferocidad, arropándose con frases de la ley Divina como con un velo, con el fin de que, al sentir la blandura de la lana, las ovejas no sospechen de sus dientes agudos.

Pero, ¿qué nos dice el Salvador?: “Por sus frutos los conoceréis” (San mateo, 7, 16). Es decir, cuando ya no queden satisfechos con citar y predicar las palabras divinas, sino que empiecen a explicarlas y a comentarlas, entonces se pondrá de manifiesto su amargura, su aspereza y su rabia; entonces se esparcirá un nuevo hedor y aparecerán las novedades impías; entonces se verá por primera vez el seto arrancado (Cfr. Ecl. 10, 8) y trasladados los linderos puestos por los padres (Cfr. Proverbios, 22, 28); ultrajada la fe católica y el dogma de la Iglesia hecho pedazos.

Personas de esta ralea eran las fustigadas por el Apóstol en su segunda carta a los corintios: “Estos falsos apóstoles son operarios engañosos, que se disfrazan de Apóstoles de Cristo” (Corintios, 11, 13). ¿Qué significa: «se disfrazan de Apóstoles de Cristo»? Los Apóstoles citaban textos de la Ley Divina, y aquellos hacían lo mismo; los Apóstoles se apoyaban en la autoridad de los Salmos y de los Profetas, y aquellos lo mismo.

Pero cuando empezaron a interpretar de manera diferente los mismos textos, entonces se distinguieron los sinceros de los falsarios, los genuinos de los artificiales, los rectos de los perversos, en una palabra, los verdaderos Apóstoles de los falsos.

“Y no es de extrañar -explica San Pablo-: pues el mismo Satanás se transforma en ángel de luz. Así no es mucho que sus ministros se transfiguren en ministros de justicia” (II Corintios, 11, 14-15).

Según la enseñanza del Apóstol, cada vez que los falsos apóstoles, los falsos profetas, los falsos doctores citan pasajes de la Ley Divina con los cuales, interpretándolos mal, intentan apuntalar sus errores, no cabe duda de que siguen la táctica pérfida de su autor y maestro, el cual ciertamente no la habría usado, si no hubiera comprendido que no hay mejor camino para inducir  a engaño a los fieles, que introducir fraudulentamente un error cubriéndolo con la autoridad de las palabras divinas.


La Escritura en boca de Satanás.

26. Alguien podría quizá preguntar: ¿cómo se explica que el diablo utilice las citas de la Sagrada Escritura?

No tiene más que abrir el Evangelio y leer. Encontrará escrito: “Entonces el diablo lo tomó -se trata del Señor, del Salvador- y lo puso sobre lo alto del templo y le dijo: si eres el Hijo de Dios, échate de aquí abajo; pues está escrito: te he encomendado a los ángeles, los cuales te tomarán en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra” (San Mateo 4, 5-6).

¿Qué no hará a los pobres mortales el que tuvo la osadía de asaltar, con testimonios de la Escritura, al mismo Señor de la majestad? ¿«Si tú eres el Hijo de Dios -le dijo-échate de aquí abajo». ¿Por qué? «Porque está escrito...».

Debemos prestar la más grande atención a la doctrina aquí expuesta y retenerla bien en nuestras mentes, para que, puestos en guardia por la autoridad de un ejemplo evangélico tan grande, no dudemos ni por un instante que es el diablo quien habla por boca de quienes veremos que citan contra la fe católica pasajes de los Apóstoles o de los Profetas. Entonces era la cabeza quien hablaba a la Cabeza, ahora son los miembros quienes hablan a los miembros; es decir, los miembros del diablo a los miembros de Cristo, los renegados a los fieles, los sacrílegos a los hombres piadosos, los herejes a los católicos.

¿Pero qué es lo que dicen? Si tú eres el Hijo de Dios échate de aquí abajo. O sea, si quieres ser realmente Hijo de Dios y recibir la herencia del reino celestial, tírate abajo desde lo alto de la doctrina y de la tradición de esta Iglesia sublime, templo de Dios.

Y si uno pregunta a cualquier hereje que quiere persuadirlo de la verdad de esto: ¿En qué pruebas te fundas para afirmar que yo debo abandonar la fe antigua y universal de la Iglesia Católica?, inmediatamente responderá: «Está escrito», y sin más amontonará mil testimonios, mil ejemplos, mil argumentos con los cuales, interpretados de nueva y mala manera, intentará precipitar el alma del desgraciado desde lo alto de la roca católica al abismo de la herejía.

Pero es con las promesas que ahora vamos a decir con las que los herejes acostumbran a engañar, con un arte que es una verdadera maravilla, a quienes no están prevenidos.

Efectivamente, osan prometer y enseñar que en su iglesia, es decir, en el conventículo de su secta, está presente una gracia de Dios extraordinaria, especial, absolutamente personal; y es de tal clase que sin fatiga, sin esfuerzo, sin ansiedad alguna, incluso aunque no pidan, ni busquen, ni anhelen, todos los que forman parte de su número obtienen de Dios esa ayuda, hasta el punto de que son llevados por manos de ángeles y custodiados por su protección, sin que su pie tropiece nunca con una piedra, o sea, sin sufrir escándalo.


Como vencer las insidias diabólicas de los herejes.

27. Después de todo lo que llevamos dicho, es lógico preguntar: si el diablo y sus discípulos  -pseudoapóstoles, pseudoprofetas, pseudomaestros y herejes en general- acostumbran a utilizar las palabras, las sentencias, las profecías de la Escritura, ¿cómo deberán comportarse los católicos, los hijos de la Madre Iglesia?

¿Qué deberán hacer para distinguir en las Sagradas Escrituras la verdad del error?

Tendrán verdadera preocupación por seguir las normas que, al comienzo de estos apuntes, he escrito que han sido transmitidas por doctos y piadosos hombres; es decir, interpretarán el Canon divino de las Escrituras según las tradiciones de la Iglesia universal y las reglas del dogma católico; en la misma Iglesia Católica y Apostólica deberán seguir la universalidad, la antigüedad y la unanimidad de consenso.

Por consiguiente si sucediese que una fracción se rebelase contra la universalidad, que la novedad se levantase contra la antigüedad, que la disensión de uno o de pocos equivocados se elevase contra el consenso de todos o al menos de un número muy grande de católicos, se deberá preferir la integridad de la totalidad a la corrupción de una parte; dentro de la misma universalidad, será preciso preferir la religión antigua a la novedad profana; y, en la antigüedad, hay que anteponer a la temeridad de poquísimos los decretos generales, si los hay, de un concilio universal; en el caso de que no los haya, se deberá seguir lo que más cerca esté de ellos, o sea, las opiniones concordes de muchos y grandes maestros.


Si, con la ayuda del Señor, observamos con fidelidad y solicitud estas reglas, conseguiremos descubrir sin gran dificultad, y desde su misma fuente, los errores nocivos de los herejes.