viernes, 10 de agosto de 2012

Si la sal se vuelve insípida…


El gran peligro que amenaza hoy a los católicos y a una amplia parte de la jerarquía, es el deseo de conciliar cosas que son inconciliables.
No me refiero aquí a los que se ha dado en llamar progresistas, a los que ya no quieren reconocer los dogmas, a los que niegan la resurrección de Cristo como hecho histórico. En una palabra, a todos aquellos que determinan el objeto de su fe a través de la ciencia y de las interpretaciones que de la ciencia hacen, y no ya siguiendo la doctrina tradicional de la Iglesia y del Evangelio. No me refiero a esos. Pienso en aquellos que desean seguir siendo fieles al depósito de la fe católica, en los que profesando el credo del Papa Pablo VI aceptan al mismo tiempo el mito del hombre moderno.
Algunos, en efecto, no se dan cuenta de que declarando: “Debemos abandonar el ghetto católico y adoptar una actitud más positiva en relación al mundo”, abren la puerta al diablo, que les conduce a no ver ya el contraste, irreconciliable y sin fin, entre el espíritu del Cristo y el espíritu del mundo.
(…)

La naturaleza de la Pastoral.

El desconocimiento de la verdadera naturaleza del aspecto pastoral va acompañado de la preponderancia de lo pastoral con relación a lo dogmático. Si debemos pensar que toda alteración de la Revelación de Cristo, escudada en motivos pastorales, es una ofensa a Dios, hemos de pensar también que la pastoral pierde su sentido y su justificación cuando se la coloca más alto que la verdad divina de la Revelación. El objetivo de cualquier pastoral es, en efecto, que cada alma llegue a un encuentro real con Cristo, y que se llene de la fe en la verdad divina inalterada: que reciba la vida sobrenatural por los sacramentos y que se santifique por la imitación auténtica de Cristo. Cualquier compromiso por razones pastorales en la transmisión de la verdad divina imposibilita conseguir el objetivo al que debe tender la pastoral; de ese modo la pastoral pierde su sentido.
Al primado funesto de lo pastoral mal entendido está ligado el desinterés en relación a la Verdad Divina, el olvido de nuestro primer deber hacia Dios: darle Gloria. La salvación se convierte en el único tema -como ya reprochaba Kierkegaard a Lutero- y la glorificación de Dios –que es el sentido y la razón de nuestra existencia y lo que objetivamente interesa antes que nada- se encuentra relegada a un segundo plano. ¿Acaso no ha declarado expresamente la Iglesia que el fin último primordial del hombre es la asimilación –similitudo- con Dios y que la beatitud –beatitudo- es el fin último secundario?

Amor al prójimo y comunidad humana.

Otro error es la confusión entre el amor al prójimo y comunidad religiosa. En efecto, la caridad con el prójimo se extiende también a aquellos con los que no tenemos ni el derecho ni el deber de entrar en comunidad, entendiendo ese término de comunidad en sentido estricto. Si entendemos de ese modo comunidad –comunicación, relacionarse establemente, formar una unidad-, hay que concluir que eso, en determinados casos, no es solo imposible, sino que es un mal. Yo no puedo ni debo tener comunidad con los malos. No tengo derecho a comportarme como si su desviación moral no tuviese importancia; no puedo pasar por encima de eso y entrar en una comunidad personal con él, como puedo y debo hacerlo con otros. Hablando de malos no pienso, evidentemente, en el pecador. Eso sería un increíble fariseísmo: querer alejarse del pecador sería hacer lo contrario de lo que ha hecho Cristo. El malo al que me refiero aquí no es el débil que cae, el publicano, la mujer adúltera; es el enemigo declarado de Dios, el que odia a Dios y se dedica a envenenar las almas de los demás. También a éste se extiende la caridad, pero no tenemos derecho a entrar en comunidad con él. Esto se expresa claramente cuando el gran Apóstol de la caridad nos dice: “Si un herético viene a nosotros, hemos de abstenernos incluso de saludarlos” (2 Juan, 10, 11).
La comunidad en la que nos alegramos de estar con alguien, o aquella otra en la que nos sentimos simplemente relacionados con otro de una forma más general –intercambio de ideas, diálogo…- no ha de extenderse al malo, al enemigo de Dios. No debemos actuar como si su posición y su actuación –que hacen de él un instrumento de Satanás- no tuvieran la menor importancia para nosotros. Algunos, piensan, sin embargo, que comportarse de ese modo –no darle importancia- es un signo privilegiado de su ausencia de prejuicios; imaginan así que son tolerantes, aprecian su propia bondad, se vanaglorian de haber superado las oposiciones.
Es preciso hacer otra distinción. La comunidad de la que hablamos aquí abarca algo que va desde la conciencia profunda de estar relacionados, pasando por la simple colaboración, hasta el amable comer juntos. Este tipo de comunidad implica que yo supero esa separación: la que, en el caso del malo, arranca de su enemistad con Dios. Implica que yo ignoro ese abismo, que trato al otro como si fuera un buen hijo de Dios y no ya a ese malo del que dice San Pablo que no le debemos tolerar en nuestra comunidad religiosa.
Las cosas son muy diversas cuando alguien se acerca al malo, con la esperanza de conducirlo a Dios. El contacto que entonces se intenta para cumplir ese acto eminente de amor al prójimo, no reviste el carácter de aceptación del otro en una comunidad que quiera ignorar que él es enemigo de Dios o pase olímpicamente por encima de ese hecho. Al contrario: el motivo del contacto con un hombre así es precisamente el profundo dolor que se experimenta ante su enemistad con Dios, el deseo ardiente, que se origina en la caridad, de conducir a ese hombre, con la ayuda de Dios, a la conversión. En este caso no se pasa por alto el hecho de la aversión a Dios y a la verdad; se trata de hacer del enemigo de Dios, un servidor de Dios. Este contacto está motivado por el celo de la gloria de Dios, por el amor a Dios y al prójimo. La comunidad que no tenemos ni el derecho ni el permiso de establecer con él es, al contrario, esa pseudo-magnanimidad a expensas de los intereses de Dios. Es lo opuesto a la caridad, indiferencia profunda hacia la salvación eterna del prójimo. Estamos aquí en presencia de una especie de honradez burguesa: se trata simplemente de malearse juntamente con el otro. Y para esto se cita –horribile dictu- la palabra de Cristo. Ut sint unum.
Hemos visto que el amor al prójimo –a diferencia de la comunidad con él- debe extenderse a cada ser humano, también a los enemigos de Dios. Un amor así presupone en nuestra alma mucho más que el consentimiento de establecer una comunidad con él. Sólo es posible con fruto de un amor ardiente a Cristo, de una comunidad personal de Tú y Yo con Cristo, que llena nuestros corazones de su amor santo. Pero no presupone nada en el prójimo al que va nuestro amor. Estar en comunidad con alguno presupone mucho menos en nosotros, pero mucho más en la persona con la que nos relacionamos: cuanto más profunda y más íntima es la comunidad, más dignidad presupone en la persona con la que establecemos esa comunidad.

La unidad no está por encima de la verdad.

Una tendencia muy extendida es la que pone la comunidad por encima de la verdad; eso lleva a considerar la unidad más importante que la verdad y a temer más el cisma que la invasión del error y de la herejía en la Iglesia. Considerando esencial la paz de los creyentes, si verdaderos discípulos de Cristo alzan la voz, para defender el depósito de la fe católica contra las falacias de nuevas interpretaciones que despojan de su contenido sobrenatural el mensaje del Verbo encarnado, son considerados por muchos prelados como perturbadores incómodos.
Poner la unidad por encima de la verdad es un error de raíz. Por lo demás, una unidad real y verdaderamente humana no puede encontrarse sino en la verdad. Toda comunidad presupone un bien común que hace la unidad. Sólo cuando ese bien tiene un valor auténtico –y no ilusorio o incluso un anti valor- puede nacer una verdadera unidad, una concordia que es también un valor. Aristóteles lo había visto claramente en su capítulo sobre la amistad –libro VII y IX de la Ética a Nicómaco-. La unidad fundada sobre la enemistad con Dios no es una unidad verdadera. No unifica verdaderamente el corazón: lo unifica tan poco como la unidad que existe entre los miembros de una banda de criminales. El valor de la unidad está indisolublemente ligado al valor del bien que unifica.
Toda unidad verdadera presupone, como acabamos de decir, que el bien unificador sea un bien de verdad y no una ilusión o un pseudo-bien, y mucho menos el ídolo mentiroso de un valor negativo. El P. Werenfried Van Straaten afirma con razón: “Todos se preocupan por la unidad; pero muchos prefieren la unidad a la verdad y olvidan que la verdadera unidad no puede ser obtenida sino en la verdad. La oración de Jesús: Que todos sean una sola cosa, implica que los hombres sean uno con El; por eso esas palabras no pueden separarse de estas otras: “El que no entra por la puerta en el rebaño, ése es un ladrón y un salteador…Yo soy la puerta”.
Toda unidad entre creyentes, si se obtiene a expensas de la verdad, no es sólo una pseudo-unidad; en su esencia más profunda es una traición a Dios. Se coloca la fraternidad social, el vivir bien juntos y el no molestar a nadie por encima de la fidelidad a Dios. Esa es precisamente la actitud contraria a la de todos los grandes adversarios del arrianismo: de un San Atanasio, de un San Hilario de Poitiers.
Nadie, como Pascal, ha desenmascarado tan clara y profundamente el falso irenismo que pone la unidad por encima de la verdad. Escribe: “¿No se ve con claridad que, como es un crimen perturbar la paz cuando reina la verdad, también lo es permanecer en paz cuando se destruye la verdad? Hay, pues, un tiempo en el que la paz es justa y otro en el que es injusta. Está escrito que ‘Hay tiempo de paz y tiempo de guerra’: es el interés de la verdad el que los discierne. Pero no hay tiempo de verdad y tiempo de error; está escrito, al contrario, que ‘la verdad de Dios permanece eternamente’ Por eso Jesucristo, que dice que ha venido a traer la paz, dice también que ha venido a traer la guerra; pero no dice que ha venido a traer la verdad y la mentira. La verdad es, por tanto, la primera regla y el último fin de todas las cosas (Pensées, 949)”.

Dietrich von Hildebrand, publicado en France Catholique, 21-4-1972 y en “Iglesia-Mundo” 8-12-1973.
Visto en Videoteca Reduco.