lunes, 25 de abril de 2011

Domingo de Pascua de Resurrección.


“Pasado el sábado, María Magdalena, María la de Santiago y Salomé compraron aromas para ir a embalsamarle. Y muy de madrugada, el primer día de la semana, a la salida del sol, van al sepulcro. Se decían unas otras: « ¿Quién nos retirará la piedra de la puerta del sepulcro? » Y levantando los ojos ven que la piedra estaba ya retirada; y eso que era muy grande. Y entrando en el sepulcro vieron a un joven sentado en el lado derecho, vestido con una túnica blanca, y se asustaron. Pero él les dice: « No os asustéis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado; ha resucitado, no está aquí. Ved el lugar donde le pusieron. Pero id a decir a sus discípulos y a Pedro que va adelante de vosotros a Galilea; allí le veréis, como os dijo.»”
(Mc. 16, 1-7)

La Pascua es la fiesta más grande de los cristianos como lo era y lo es de los judíos: para los judíos festejaba la liberación de la esclavitud en el Egipto; para los cristianos festeja la liberación de la Muerte: Pascua de Resurrección.
¡Aleluya! La Iglesia quiere que nos alegremos y hace todo lo posible para que nos alegremos: es la Pascua Florida. En Europa cae en la estación de las flores; aquí en el hemisferio Sur, las estaciones están cambiadas y las fiestas litúrgicas caen a contrapelo: la Navidad en verano, el Corpus en invierno y la Pascua en otoño; pero esto último está bien: el otoño es la estación de los frutos: no es Pascua Florida, es Pascua Frutal; y San Pablo compara la resurrección de la carne a los frutos [1]. Sembramos una semilla y muere, como hemos muerto al mundo y al pecado —por lo menos así lo prometimos en el Bautismo—; y Dios a ese granito de trigo enterrado le da cuerpo en muchos otros granos: le da flor y fruto. La flor no es el último fin de la planta: representa nuestras buenas obras en nuestra vida. El fruto es el final de la planta: el fruto de nuestra vida es la resurrección.
San Pablo dijo: “Sí Cristo no resucitó, somos los más desdichados de los hombres: nuestra fe es vana, vana nuestra esperanza” [2]. La condicional contraria es verdadera: “Si Cristo resucitó, somos los más felices de los hombres”; o “los menos desdichados”, si quieren. Porque el que cree que su cuerpo va a resucitar sano y glorioso y su alma semejante a Dios, ¿qué trabajos, qué desgracias, qué aflicciones no podrá superar, incluso con alegría? Cúlpense a sí mismos los cristianos que se aplastan o desesperan bajo los contrastes desta vida: tienen en sus manos un remedio que no usan, la fe en la Resurrección. —¿Por qué no prevalece tu fe? —Porque tengo poca fe. —¿Por qué tienes poca fe? —Porque Dios no me la da. —¿Por qué no oras entonces? “¿Está afligido alguno de vosotros? ORE”, dice el Apóstol Santiago [3].
¿Cómo sabemos que Cristo resucitó? Es un hecho histórico; es también un hecho metahistórico, por encima de la historia, por ser un hecho sobrenatural, milagroso; digamos “increíble”; pero es un hecho histórico, es el hecho histórico que tiene más peso de testimonio histórico que todos los otros hechos históricos del mundo. Si alguno hoy no creyera que Cristóbal Colón existió, sería tenido por loco; y hay mayor testimonio histórico de la Resurrección de Cristo que de la existencia de Colón. ¿Entonces los que no creen en Cristo son locos? Son peor que locos, son impíos. Pues para creer en Cristo es necesario, además de la evidencia histórica (que hay que saber), encima un acto de fe, que éstos se niegan a hacer. Dicen: —Porque la resurrección de Cristo es contra la razón. —Es sobre la razón, no es contra la razón. —Me basta que sea sobre la razón para negarla. —Culpablemente la niegas.
Basta la evidencia histórica para que uno no pueda negar la existencia de Colón; pero no basta la evidencia histórica para forzarnos a creer en la Resurrección: basta para que yo pueda creer, pero no basta a forzarme a creer, como en el otro caso. Falta un acto de mi voluntad, hay que dar un salto, de la evidencia a la creencia; o un pequeño vuelo. Los que no quieren dar ese salto dan muchas veces un salto contrario, hacia abajo de la razón, hacia el absurdo.
La fe es libre, no es forzada; la evidencia natural es forzosa o forzante. Por eso existen y han existido durante veinte siglos incrédulos que dicen: “No resucitó”, y creyentes que afirman, incluso con su vida y con su sangre: “Sí, resucitó”. Como dice San Pablo: “¿Para qué me estoy matando yo aquí, si Cristo no resucitó?” Ponía su propia vida como testimonio [4].
¿Cuál es la evidencia histórica que tenemos de la Resurrección? La indicaré brevemente (porque el tiempo es breve) en cuatro cabezas:

I. Han escuchado el Evangelio de hoy: es una narración seca y escueta de la aparición de Cristo a las Mujeres que fueron al sepulcro la mañana del Domingo. Los cuatro Evangelios son así: son crónicas secas y escuetas de hechos pelados, anotados sin emoción y sin comentarios: no hay signos de admiración ni de alegría ni de tristeza, no hay epifonemas, no hay exclamaciones; son más “objetivos” (como dicen hoy) que la crónica de la guerra del Peloponeso por Tucídides. Estas cuatro crónicas independientes cuentan después de esta “aparición” de Cristo vivo, otras nueve apariciones, una dellas a más de 500 discípulos juntos, el día de la Ascensión. Tenemos pues cuatro documentos históricos, fidedignos, de primer orden, que nos relatan la Resurrección de Cristo [5].

II. Los Apóstoles, que estaban derrotados y aterrorizados, después del Domingo de Pascua se vuelven valientes como leones, más valientes que leones. Se ponen públicamente a predicar la Resurrección del Maestro: son arrastrados al Tribunal, condenados, azotados, uno dellos muerto, Santiago el Menor; los fieles que creen en ellos son despojados de sus bienes, excomulgados, perseguidos, algunos dellos muertos, como San Esteban; y no cejan, sino que aumentan cada día. “Creo a testigos que se dejan matar” —dijo Pascal. Muchos dellos eran testigos presenciales, dice San Pablo en el año 57: “Y algunos dellos todavía viven” [6].

III. El año 323 “todo el mundo era cristiano” [7] (ya San Pablo dijo esta frase), es decir, el Imperio Romano, todo el mundo civilizado. Existían manchas de “paganos” en los “pagos” o poblachos, que se iban convirtiendo al Cristianismo. Existían herejías, que eran combatidas y eran vencidas todas. Existían algunos incrédulos, contra los cuales San Agustín hacía su famoso argumento de los Tres Increíbles, que dice así:
“Hay tres Increíbles: increíble es que un hombre haya resucitado de entre los muertos. Increíble es que todo el mundo haya creído ese Increíble. Increíble es que doce hombres rudos, ignorantes, desarmados y plebeyos hayan persuadido a todo el mundo, y en él también a los sabios y filósofos (de los cuales San Agustín era uno), de aquél primer Increíble. ¿El primer Increíble no lo queréis creer? El segundo no tenéis más remedio que ver, y no lo podéis negar. De donde por fuerza tenéis que admitir el tercero, es decir que los doce Apóstoles han convencido al mundo; y éste es un milagro tan grande como la resurrección de un muerto”.
Estos Tres Increíbles de San Agustín son lo que el Concilio Vaticano I llamó “el Milagro Moral de la Iglesia”; que solo él basta a probar la verdad de la Iglesia; y de la Resurrección que ella predica.

IV. De entonces acá, la mayor y la mejor parte del mundo, la raza blanca de Occidente, es decir Europa y América, ha creído durante quince o dieciséis siglos en la Resurrección; y los hombres sabios dentro della [8]. Que un día esa muchedumbre de millones y millones va a desaparecer, y quedarán muy pocos que crean firmemente en la Resurrección, yo lo sé; pero eso durará solamente tres años y medio: la Gran Apostasía que precederá a la Segunda Venida [9].

Ése es el fundamento de nuestra fe. ¿Qué dicen los incrédulos contra él? Lo mismo que dijeron los judíos el siglo I, dos disparates que no tengo tiempo de refutar y pondré solamente delante de la consideración de Ustedes; esto basta: son disparates manifiestos.
Primero, dicen que los Apóstoles vinieron y robaron el Cuerpo de Jesús y lo ocultaron: no pudieron negar los judíos que el Sepulcro estaba vacío. Los Fariseos dieron dinero a los Guardias del Sepulcro para que atestiguasen eso: “que estando nosotros dormidos, los Apóstoles robaron el Cuerpo” [10]. “¡Oh ciegos —dice San Agustín— que traéis testigos dormidos para atestiguar un hecho que pasó estando ellos dormidos!”
Segundo, que Cristo estaba vivo, y se levantó con una lanzada en el corazón y todo, levantó la enorme lápida del sepulcro, y disparó; o bien estaba bien muerto y se pudrió allí en el sepulcro, y los Apóstoles después tuvieron alucinaciones visuales y auditivas e incluso táctiles todo junto (lo cual médicamente es imposible), incluso 500 hombres juntos. Eso lo dice, por ejemplo, un libro muy malo, que ha salido traducido entre nosotros, del inglés Lawrence, Editorial Losada: es un libro blasfemo y obsceno. Una curiosidad diré: resulta que una revista católica, hecha por religiosas, la revista “Señales”, lo recomendó. ¿Por qué? Por un error que yo no puedo comprender. Les escribí una carta avisándoles del error, y se enojaron conmigo. También dice lo mismo el voluminoso “Esquema de la Historia” de Herbert George Wells, también traducido y que corre entre nosotros: una historia plagada de gordos errores históricos [11].
Esas dos hipótesis (que son dos gordos absurdos) las dejo al sentido común de Ustedes.
Este hecho histórico es el fundamento de nuestra fe. Pero como dije, hay que hacer actos de fe: hay que alimentar la fe, que si no, languidece, y aun perece, tan amenazada y combatida como está hoy día. El cristiano tiene obligación grave de hacer actos de fe, que es su primera obligación para con Dios; y cumplimos con esa obligación cuando rezamos con atención y devoción el Credo, como dentro de algunos minutos: “Creo que resucitó dentre los muertos; creo en la resurrección de la carne”.

R.P. Leonardo Castellani, Tomado de “Domingueras Prédicas II, Ediciones Jauja, Mendoza, R. Argentina, 1998.

Notas: 
[1] I Corintios 15, 36-44.
[2] Ibíd. 15, 19 y 17.
[3] 5, 13.
[4] En II Corintios 11, 23-29 San Pablo hace un impresionante inventario de sus padecimientos por el Evangelio: “Trabajos, cárceles, azotes, muchas veces en peligro de muerte. Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas; una vez apedreado; tres veces naufragué; un día y una noche fui náufrago en el mar. Viajes frecuentes; peligros de ríos; peligros de salteadores; peligros de los de mi raza; peligro de los gentiles; peligros en ciudad; peligros en despoblado; peligros por mar; peligros entre falsos hermanos; trabajo y fatiga; noches sin dormir, muchas veces; hambre y sed; muchos días sin comer; frío y desnudez. Y aparte de otras cosas, mi responsabilidad diaria: la preocupación por todas las Iglesias. ¿Quién desfallece sin que yo desfallezca? ¿Quién sufre escándalo sin que yo me abrase?”
[5] En “Semillas de Heléchos y Elefantes”, Lewis contrapone el carácter legendario de ciertas historias del Antiguo Testamento a la narración evangélica: “El Libro de Jonás es un relato cuyas referencias históricas, incluso las aparentes, son tan escasas como las del Libro de Job; grotesco en sus incidentes, y con una veta perceptible -aunque por supuesto edificante- de humor típicamente judío. Luego vuélvanse al Evangelio de San Juan. Lean los diálogos: el que Jesús mantuvo con la mujer samaritana junto al pozo (4, 1-26), o el que sigue a la curación del ciegonato (9, 8-41). Miren las imágenes. Jesús (si se me permite usar la palabra) garabateando en el suelo (8, 8); la inolvidable expresión “éen dé nyx” (“Era de noche”, 13, 30). He estado leyendo poemas, ficciones, escritos de visionarios, leyendas, mitos toda mi vida. Sé cómo son. Sé que ninguno de ellos se parece a esto. De este texto sólo hay dos juicios posibles: o esto es reportaje -bien ajustado a la realidad-, o algún escritor ignoto del siglo II, sin predecesor ni sucesor conocido, repentinamente anticipó toda la técnica de la narrativa moderna, novelesca, realista. Si esto es falso, debe ser narrativa de esta clase. El lector que no ve esto, sencillamente no ha aprendido a leer. Le recomendaría la lectura de Auerbach*” (la cita está abreviada).
[6] I Corintios 15, 6.
[7] En el 311 un edicto ordenó el cese de la persecución a los cristianos en todo el Imperio. Dos años después el edicto de Milán estableció una serie de disposiciones muy favorables a la Iglesia. En el 321, Constantino ordenó el descanso dominical de los tribunales y trabajos corporales, y en mayo del 323 promulgó una ley que castigaba severamente a quienes obligasen a los cristianos a tomar parte en los sacrificios paganos.
[8] En otra homilía sobre este mismo Evangelio Castellani escribe: “El mal es siempre estúpido; la impiedad, aunque se revista o disfrace de ciencia, es necedad: 'Dijo el necio en su corazón: No hay Dios' (Psalmo 13, 1; 52, 1). Si Cristo no resucitó, tendríamos que abdicar de nuestra razón; porque la Resurrección de Cristo está conectada con todo lo que siguió después en la Historia hasta nuestros días; y si la Resurrección es una patraña cualquiera, todo eso se vuelve no solamente incomprensible sino insano y demente; toda la Historia. ‘El terremoto de la mañana de Pascua’, le llaman; es un terremoto que dura hasta hoy”.
[9] Sobre la Gran Apostasía, ver Lucas 18, 8; // Tesalonicenses 2, 3; Apokalypsis 11, 3; 12, 6.
[10] Mateo 28, 13.
[11] Hilaire Belloc escribió un libro en que señala los errores del "Esquema", y como consecuencia de ello la obra de Wells perdió el crédito científico

* Erich Auerbach, “Mimesis. The Representation of Reality in Western Literature”, traducido por Willard R. Trask, Princeton, 1953.

Visto en el Blog de El Cruzamante.