viernes, 28 de enero de 2011

3. La realidad de la ley.


Regresemos ahora a lo que dije al final del capítulo 1: que existen dos cosas raras en cuanto a la raza humana. Primera, que la atormenta la idea de que hay una especie de conducta que debería practicar, que se podría llamar juego limpio, decencia, moralidad o ley de la naturaleza. Segunda, que no la practican. Algunos se preguntarán por qué decimos que estas son cosas raras. Para ti puede ser lo más natural del mundo. En particular, puede que hayas pensado que trato muy duramente a la raza humana. Después de todo, pensa­rás, lo que llamo quebrantar la ley de lo correcto y lo incorrecto o ley de la naturaleza sólo quiere decir que no somos perfectos. Y ¿cómo podemos esperar que lo seamos? Esta sería una buena respuesta si lo que estuviera tratando de hacer fuera fijar la cantidad exacta de culpa que se nos puede imputar por no conducirnos como esperamos que otros se conduzcan. Pero en ninguna manera es esta mi tarea. Por ahora no estoy interesado en señalar la culpa; estoy tratando de hallar la verdad. Y desde tal punto de vista la idea de que algo es imperfecto, de que no es lo que debería ser, tiene ciertas consecuencias.
Si se toma una cosa como una piedra o un árbol, tal cosa es lo que es, y no existe sentido alguno en decir que debiera ser otra cosa distinta. Por supuesto que se puede decir que una piedra “tiene configuración inapropiada” si es que se desea emplearla para los cimientos de un edificio, o que un árbol es un mal árbol si no nos da toda la sombra que de él esperamos. Con ello queremos decir que la piedra o el árbol no son los más convenientes para un propósito específico nuestro. Excepto que se trate de hacer un chiste, no estamos culpándolos. Sabemos en realidad que, dado el clima y el suelo, el árbol no podría haber sido distinto. Lo que desde nuestro punto de vista llamamos un árbol “malo” obedece a las leyes de su naturaleza en la misma forma en que las obe­dece un árbol “bueno”.
¿Nos hemos dado cuenta de lo que se desprende de esto? Lo que generalmente llamamos leyes de la naturaleza» (por ejemplo, la forma en la cual el clima influye en un árbol) puede que no sean leyes en su sentido estricto, sino simplemente una manera de hablar. Cuando decimos que las piedras que caen siempre obedecen a la ley de la gravitación, ¿no es esto lo mismo que decir que la ley es “lo que las piedras siempre hacen”? No pensamos que cuando una piedra está cayen­do de repente recuerda que tiene órdenes de caer al suelo. Sólo queremos decir que cae. En otras palabras, no podemos estar seguros de que haya algo por encima o por debajo de los hechos mismos, ni ninguna ley en cuanto a lo que debe suceder que sea distinta de lo que sucede. Las leyes de la naturaleza, aplicadas a las piedras y a los árboles, sólo pueden significar “lo que la Naturaleza, en efecto, hace”. Pero si vamos a la ley de la naturaleza humana, a la ley de la conducta decente, es otra cosa distinta. Tal ley ciertamente no significa “lo que los seres humanos hacen”; porque como ya he dicho, son muchos los que no obedecen esta ley, y nin­guno la obedece por completo. La ley de la gravedad nos dice lo que hacen las piedras cuando las dejamos caer; pero la ley de la naturaleza humana nos dice lo que los seres huma­nos pueden hacer o dejar de hacer. En otras palabras, cuando tratamos con los humanos, algo acontece por encima y por debajo de la realidad de los hechos. Tenemos los hechos: cómo proceden los seres humanos. Pero también tenemos algo más: cómo deberían proceder. En el resto del universo no hay necesidad de otra cosa aparte de los hechos mismos. Los electrones y las moléculas proceden en una cierta forma con unos determinados resultados, y eso puede ser todo[1]. Pero los hombres proceden en cierta forma, y esto no es todo, porque siempre sabemos que deberían haber procedido en forma distinta.
Esto es tan raro, que uno se ve tentado a tratar de darle una explicación. Por ejemplo, podríamos decir que cuando se dice que un hombre no debería proceder como procede, es lo mismo que cuando se dice que una piedra no tiene la configuración debida; o sea, que) que hace no se ajusta a nuestras conveniencias. Pero esto sencillamente no es la verdad. Un nombre ocupa un cierto asiento en el tren porque llegó primero, y otro, mientras que yo le doy la espalda, remueve el equipaje de mi asiento. Ambos hombres son para mí igualmente inconvenientes. Pero culpo al segundo hombre y no al primero. No me enojo, excepto tal vez por un mo­mento mientras recapacito con el hombre que por accidente toma ventaja sobre mí; y me enojo con aquél que trata de aventajarme, así no logre su propósito. A pesar de todo el primero me ha perjudicado y el segundo no. Algunas veces la conducta que llamamos mala no nos causa inconveniente alguno, sino todo lo contrario. En la guerra, uno de los dos bandos puede que halle que el traidor en las filas del enemigo le es útil. Pero aun cuando lo utilice y le pague por ello, no dejará de considerarlo como una sabandija humana. Así que no podemos decir que lo que llamamos conducta decente en otros es sencillamente la manera de proceder de ellos que nos conviene. Y cuando hablamos de nuestra propia conducta decente, creo que es bien obvio que no nos referimos a la conducta que más nos conviene. Nos referimos a cosas como contentarnos con ganar treinta pesos cuando podríamos ganar trescientos; hacer las tareas escolares con honradez cuando hubiera sido fácil copiar de otro; dejar a una muchacha cuando nos gustaría hacerle el amor; permanecer en lugares peligrosos cuando podríamos ir a lugares más seguros; cumplir promesas que tal vez preferiríamos no cumplir, y decir la verdad aun cuando esto nos haga quedar como tontos.
Algunos dicen que aun cuando conducta decente no es necesariamente lo que trae beneficio a una persona en par­ticular en cierto momento, sin embargo beneficia a la raza humana como un todo, y eso lo explica todo. Los seres hu­manos, después de todo, tienen algún sentido; ven que no se puede estar bien seguro ni gozar de la felicidad, excepto en una sociedad donde cada uno juegue limpio, y es por eso que tratan de comportarse decentemente. Es perfectamente cierto, por supuesto, que la seguridad y la felicidad sólo pue­den prosperar entre individuos, clases y naciones que sean honrados y jueguen limpio y se comporten bien con los demás. Esta es una de las verdades más grandes del mundo. Pero como explicación del porqué sentimos como sentimos en cuanto a lo correcto y lo incorrecto, está por completo fuera de foco. Si preguntamos: “¿Por qué no debemos ser egoístas?”, y se nos contesta: “Porque esto es bueno para la sociedad”, podemos replicar: “¡Qué me importa a mí lo que es bueno para la sociedad, si no me beneficia personalmente!” Pero entonces se nos dirá: “Porque no se debe ser egoísta”. Y esto sencillamente nos hace regresar al punto de partida. Se está diciendo una verdad, pero no se avanza ni una pulgada. Si se pregunta cuál es el propósito que se tiene al jugar fútbol, no sería muy correcto responder “hacer goles”, porque tratar de hacer goles es el juego en sí mismo, no la razón del juego. Se estaría diciendo sencillamente que el fútbol es fútbol, lo cual es verdad, pero no hay que decirlo. De la misma manera, si alguien pregunta para qué compor­tarse decentemente, no es una buena respuesta responder: “Para beneficiar a la sociedad”, porque tratar de beneficiar a la sociedad, o en otras palabras, no ser egoísta (porque, después de todo “sociedad” significa “los demás”) es una de las cosas en las que consiste la conducta decente. Es como decir que decencia es decencia. Se habría dicho lo mismo con la declaración inicial de que “los hombres no deben ser egoístas”.
Y es allí donde nos detenemos. Los hombres no deberían ser egoístas; deberían ser justos. No es que los hombres no sean egoístas, ni que quieran no ser egoístas, sino que deberían no serlo. La ley moral o ley de la naturaleza humana no es sencillamente un hecho en cuanto a la conducta humana en la misma manera que la ley de la gravitación es, o tal vez es, simplemente un hecho en cuanto a cómo se comportan los objetos pesados. Por otra parte, no es una mera fantasía, porque no podemos dejar de pensar en ella, y la mayor parte de las cosas que decimos o pensamos en cuanto a los hombres se reducirían a mera palabrería si lo lográramos. Y no es sencillamente una declaración en cuanto a cómo nos gustaría que los hombres procedieran para nuestra conveniencia; porque la conducta que llamamos mala o injusta no es exactamente la que hallamos inconveniente, y puede ser lo opuesto. En consecuencia, esta regla de lo correcto y lo incorrecto, ley de la naturaleza humana o como quiera llamársela, debe ser de una forma u otra algo real; algo que realmente está ahí, no algo que hemos fabricado nosotros mismos. Y sin embargo no es un hecho en el sentido ordinario de la palabra, en la misma forma en que nuestra conducta es un hecho. Parece como si empezara a verse que tendremos que reconocer que hay más que una clase de realidad; que, en este caso particular, hay algo que está por encima y más allá de los hechos ordinarios de la conducta de los hombres, y que con todo es bien definidamente real: una ley real, que ninguno de nosotros hizo, pero que ejerce presión sobre nosotros.

C. S. Lewis., tomado del libro “Cristianismo... ¡y nada más!” (Mere Christianity).



[1] No creemos que esto sea todo, como lo veremos más adelante. Lo que quiero decir es que hasta dónde puede llegar el argumento, ello sí podría ser así.